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Complejidad Social (Derecho, Economía y Política)

Interpretar la constitución y desde la constitución: ¿actividades sinónimas?

Por Roberto de Jesús Salas Cruz

El Derecho y ciertamente la constitución política, representan un sistema formal de normas y principios jurídicos y a la vez, un instrumento de regulación social.

Pero lo cierto es que para su aplicación y eficacia es necesaria la intervención activa del hombre, más específicamente la de los operadores jurídicos, quienes tienen la delicada tarea de velar porque aquellas normas formales, escritas, pasen a convertirse en realidad social. Y esto lo logran a través de dos actividades fundamentales: la interpretación y la argumentación.

Estas dos actividades, si bien pueden presentarse de forma seccionada, cronológicamente hablando, van siempre ligadas pues para argumentar, es decir, para defender una cierta tesis ofreciendo buenas razones para ello es necesario interpretar o atribuir un significado a una determinada proposición y viceversa.

Desde un aspecto meramente técnico-jurídico interpretar no es más que determinar el significado de los enunciados lingüísticos contenidos en textos normativos para determinar el campo de aplicación temporal, espacial y personal de la norma (Bravo, 2018: p. 27). En tanto que argumentar consiste en justificar la posición o tesis jurídica que se asume, a través de criterios racionales y razonables para lograr persuasión y convencimiento respecto de la misma (Bravo, 2018: p.90).

A lo largo de la historia estas dos actividades han formado parte de la lógica y dinámica del Derecho en todos los ordenamientos jurídicos del mundo, pues es necesario interpretar las normas jurídicas y argumentar con base en ellas, tanto en sede administrativa, como legislativa y judicial.

Sin embargo, con el advenimiento del Estado Constitucional de Derecho que comienza a gestarse posterior a la segunda guerra mundial y que tiene a la Constitución como cúspide normativa y axiológica, es decir, ya no solo como sistema formal sino también sustancial, la interpretación-argumentación han venido a ser más que nunca necesarias, pues la cohesión, razonabilidad y legitimidad del Estado dependen de que aquella sea efectivamente respetada, tanto en su aspecto dogmático como orgánico, por autoridades y por particulares.

Así, el orden jurídico mexicano se encuentra en pleno proceso de constitucionalización, es decir “tiene una Constitución con plena fuerza obligatoria, generadora de efectos jurídicos inmediatos y que funciona como parámetro de validez para la interpretación de todas las normas jurídicas” (Ortega García, 2013: 605).

Por lo anterior la tarea de interpretar la constitución es de capital importancia, pues de ello depende el funcionamiento y plena efectividad de la misma.

Ahora bien, previo a los fenómenos sociales, culturales y políticos del s. XX, es decir, durante casi veintiocho siglos de historia del Derecho “occidental” (Véase Morineau e Iglesias, 2016, p. 5) han existido técnicas interpretativas más o menos homogéneas, que responden a una lógica clásica y en ciertas ocasiones, una lógica práctica, siendo ejemplos de lo primero la interpretación literalista, gramatical y de lo segunda la interpretación teleológica y la interpretación conforme.

Pero a partir de esas fechas, hasta hoy día y sobre todo posterior a las reformas constitucionales de junio de 2011 en México, la Constitución ha comenzado a interpretarse de forma bastante especial, llegándose casi a constituir un método propio de interpretación: interpretación constitucional.

Esta interpretación presenta matices particulares que la diferencian de la simple interpretación legal, tales como la textura abierta de sus normas, su politicidad y su carácter axiológico (Díaz Revorío, 2016: pp. 14-15).

Por lo anterior

La Constitución se configura (…) como un marco, cuya función es establecer límites y mandatos más o menos genéricos, más que establecer pautas concretas que los poderes constituidos deban limitarse a ejecutar. Son notorias las consecuencias de esta idea en la interpretación de la Constitución, por lo cual cabe afirmar que esta labor no puede realizarse sin más con los métodos de la interpretación jurídica en general (Díaz Revorío, 2016).

Entonces, si interpretar en este nuevo paradigma de Estado y Derecho es de vital importancia, cabe preguntarse ¿es igual interpretar la constitución que interpretar a partir de ella?

La respuesta, me parece, debe ser no.

Y es que la interpretación realizada por los operadores debe seguir, ciertamente, un modelo lógico estándar, basado en los primeros principios lógicos aristotélicos (identidad, no contradicción, tercero excluido y razón suficiente) y compartidos por la comunidad científica (no exclusivamente jurídica) toda vez que siendo la constitución un documento escrito, basado en conceptos, proposiciones, juicios y demás enunciados, debe interpretarse en un sentido elemental que permita la inteligibilidad de su estructura lingüística y deóntica.

Entre los principios básicos (posteriores a los principios aristotélicos en orden de prelación) que más destacan dentro de la peculiar interpretación constitucional están el principio de unidad, de concordancia práctica, corrección funcional y eficacia integradora (Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2010, pp. 445-446).

Sin embargo, no menos cierto es que el constituyente permanente ha incluido cláusulas interpretativas o hermenéuticas de carácter obligatorio para los operadores jurídicos, tales como la interpretación conforme y el principio pro-persona, mismas que se coligan con otras técnicas interpretativo-argumentativas desarrolladas por la jurisprudencia nacional e internacional dirigiéndose al respeto de los derechos fundamentales de las personas.

Se dice, pues, que el operador jurídico debe recurrir a la interpretación conforme toda vez que únicamente una interpretación con base en la constitución es válida. Esto se deja ver puesto que incluso previo a las reformas de 2011, los tribunales federales velaban ya por este tipo de interpretación, o sea, una que fuese “válida, eficaz y funcional, es decir, de entre varias interpretaciones posibles siempre debe prevalecer la que mejor se ajuste a las exigencias constitucionales dado que es la normatividad de mayor jerarquía y que debe regir sobre todo el sistema normativo del país”[1].

Este modelo de interpretación constitucional deriva de la propia constitución, siendo matizada o explicada con mayor abundamiento por los órganos federales facultados para dicha tarea.

Por lo que, a manera de ejemplo de lo antes mencionado, podemos obtener que las características de dicha interpretación son: i) se fundamenta en el principio de conservación legal y en el de presunción de validez de las normas jurídicas, ii) opera antes de estimar como inconstitucional o inconvencional alguna norma, acto u omisión, iii) busca compatibilizar las posibles interpretaciones legales con los principios, valores, fines y reglas contenidas en el parámetro de regularidad normativa[2].

De igual forma es importante el principio pro persona o de interpretación más favorable, el cual “busca maximizar su vigencia y respeto, para optar por la aplicación o interpretación de la norma que los favorezca en mayor medida, o bien, que implique menores restricciones a su ejercicio”[3].

En pocas palabras “implica que debe acudirse a la norma más amplia o a la interpretación extensiva cuando se trate de derechos protegidos e, inversamente, a la norma o a la interpretación más restringida, cuando se trate de establecer límites para su ejercicio”[4].

La constitución determina condiciones mínimas de interpretación en forma obligatoria, pues establece que debe interpretarse desde una perspectiva humanista y social, ya que busca en todo momento la mayor protección legal al ser humano, tomando como base los derechos fundamentales. Es decir, la constitución se protege a sí misma en sus cláusulas, ordenando un modelo de interpretación conforme, favorable y con miras en la tutela de los derechos fundamentales, así como en el mantenimiento y permanencia de sus propios términos.

De esta manera los métodos tradicionales no agotan las posibilidades para maximizar la operatividad y efectividad de los derechos, por lo cual es necesario recurrir a métodos más adecuados al paradigma de Derecho moderno, tales como la subsunción (que permite una matización de las premisas más flexible que en el silogismo deductivo) y la ponderación (que permite resolver conflictos entre derechos y valores fundamentales en un caso concreto).

Por lo anterior, interpretar la constitución, en cuanto ejercicio meramente cognoscitivo, es una actividad insuficiente para los operadores actuales del Derecho; lo debido hoy día es interpretar desde la constitución, es decir, tomar los elementos principalistas, valorativos y finalísticos de la norma constitucional y aplicarlos en los análisis y críticas a las normas inferiores, pues en virtud del efecto irradiación, la norma constitucional debe iluminar e impactar positivamente sobre el resto del ordenamiento jurídico.

Cuando interpretamos desde la constitución hacemos justicia al texto fundamental, pues este existe con la intención de regular la vida de particulares y órganos estatales ya que existe con la intención de ser cumplida. Para ser cumplida, por lo tanto, requiere de un ejercicio interpretativo que vaya más allá de la mera letra de la ley, que busque la esencia constitucional en todo el ordenamiento jurídico a efecto de adecuar los contenidos legales a las disposiciones fundamentales y así maximizar el beneficio a los gobernados.

Plenitud y coherencia, en tanto principios externos pero impuestos normativamente al Derecho y los Derechos Fundamentales en cuanto límites y vínculos sustanciales, positivos y negativos, a la regulación jurídica (Cfr. Ferrajoli, 2019: 19-19 y Ferrajoli, 2010: 37; 43 y ss.), son los elementos lógicos y normativos esenciales para la integración y reconstrucción y por ello, interpretación y argumentación jurídica en el modelo de Estado constitucional. Y ambos tipos de principios encuentran su estipulación positiva dentro de la constitución y su subyacente teoría del Derecho.

La constitución no es ya simplemente un objeto para interpretación, sino un marco de interpretación, una lente a través de la cual cada hecho o acto jurídico ha de ser estudiado. Es decir, la constitución es el canon que habrá de usarse para una interpretación legítima, válida y obligatoria; esto aplica para la doctrina, la jurisprudencia, la ley e incluso si misma, pues la plenitud y coherencia del sistema jurídico dependen de ella.

Tan es así que Guastini (2016: pp. 154-164) afirma que un Estado constitucionalizado (proceso en que México está empezando a incursionar) se caracteriza por contar con:

  1. Una constitución rígida, es decir escrita, garantizada por un proceso especial [reforzado] de modificación y donde existen principios constitucionales que no pueden ser modificados ni aún con el procedimiento especial reforzado.
  2. Garantía judicial, es decir donde los actos u omisiones puedan ser sujetos de revisión por órganos jurisdiccionales, cualquiera que sea el modelo que se elija para tal efecto.
  3. Fuerza vinculante, es decir capaz de producir efectos jurídicos inmediatos y obligatorios; además de que cuente con principios generales y normas programáticas o de principio.
  4. Sobreinterpretación, es decir con aptitud de ser interpretada de modo literal o de modo extensivo.
  5. Aplicación directa de sus normas, es decir que puedan ser aplicadas aún en ausencia de desarrollo constitucional, incluso en relaciones entre particulares.
  6. Interpretación conforme, es decir que se adecuen y armonicen los significados de la ley a la constitución.
  7. Influencia en las relaciones políticas, es decir que sea capaz de modelar la toma de decisiones políticas, siendo usada como un argumento a favor o en contra de determinada resolución política.[5]

La materia interpretativa-argumentativa sufre los cambios propios y derivados de este proceso de constitucionalización del orden jurídico, tales como el cambio de la materia interpretativa (de la mera ley a los contenidos formales y sustanciales de la constitución), la axiologización del derecho a causa de la incorporación de valores a la constitución, la presencia de la constitución como objeto propio de la interpretación y razón de ser de la argumentación basada en ella, ampliación del carácter de interpretación-argumentación del exclusivo ámbito nacional al internacional mediante la recepción del Derecho Internacional y el constante diálogo entre órganos estatales y supranacionales, métodos y técnicas interpretativas propios que derivan en argumentos especiales, modificaciones en la estructura de la argumentación basados ya no solo en una justificación externa sino interna de la legitimidad de las tesis defendidas y el resultado particular de interpretación y su correspondiente argumentación consistente en la invalidación de un acto u omisión y hasta la expulsión de leyes latu sensu del orden jurídico (Cfr. Vigo, 2017: 42-53).

De esta manera podemos concluir que el método más adecuado para interpretar la norma constitucional es aquel que permita maximizar sus efectos y cumplir la totalidad de sus disposiciones, por lo que deberá interpretarse siempre desde o a partir de la constitución, es decir tomándola como base y meta de la interpretación pues sus fines, valores y principios muchas veces responden a una lógica y a un telos que excede a la letra de la norma, por lo que los métodos clásicos quedan cortos en la consecución de las metas arriba planteadas.

Bibliografía

Bravo, Martín (2018). Método del caso jurisprudencial. México: Porrúa.

Díaz Revorío (2016). Interpretación de la constitución y juez constitucional. México: Revista IUS, núm. 37.

Ferrajoli, Luigi (2019). “Lógica del derecho, método axiomático y garantismo”, España: Doxa, núm. 42.

Ferrajoli, Luigi (2010). Derechos y garantías: la ley del más débil, España: Trotta.

Guastini, Ricardo (2016). Estudios de teoría constitucional, México: UNAM.

Morineau, Martha y Román Iglesias (2016). Derecho Romano. México: Oxford.

Ortega García (2013). La constitucionalización del derecho en México. México: Boletín Mexicano de Derecho Comparado, núm.137.

Suprema Corte de Justicia de la Nación (2010). Introducción a la retórica y la argumentación, 6ª Ed. México: SCJN.

Vigo, Rodolfo, La interpretación (argumentación) jurídica en el estado constitucional, México: Tirant Lo Blanch, 2017.


[1] Tesis: I.4o.A. J/41 Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Novena Época, 177591, Tribunales Colegiados de Circuito, Tomo XXII, agosto de 2005

[2] Tesis: P. II/2017 (10a.), Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Décima Época,2014204, Pleno

Libro 42, mayo de 2017, Tomo I

[3] Tesis: 1a. CCCXXVII/2014 (10a.), Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Décima Época, 2007561, Primera Sala, Libro 11, octubre de 2014, Tomo I

[4] Tesis: XVIII.3o.1 K (10a.), Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Décima Época,2000630, Tribunales Colegiados de Circuito, Libro VII, abril de 2012, Tomo 2

[5] Sin embargo, considero que el orden de prelación de estos elementos debería ser: fuerza vinculante, aplicación directa, rigidez, interpretación conforme, sobreinterpretación, garantía jurisdiccional y aplicación en relaciones políticas.

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Organismos Autónomos en México: El Cuarto Poder Incómodo

Por Miguel Ángel Tamayo Rodríguez[1]

Introducción

El panorama político y jurídico en México vive tiempos convulsos. Los resultados electorales de los comicios celebrados el primero de julio del año 2018, donde resultó triunfador el candidato del partido MORENA, Andrés Manuel López Obrador, han traído consigo un viraje en la agenda de la administración pública. Los efectos de este viraje no son pocos, pero el más visible deriva precisamente del ejercicio del poder a cargo del titular del Ejecutivo Federal, y la pretensión de ampliar su campo de acción a través de las dependencias y entidades que conforman la Administración Pública Federal para llevar a cabo su programa de gobierno. La manera de ejercer el poder del Presidente López Obrador está impactando en la organización y funcionamiento de las instituciones denominadas autónomas, es decir, aquellos entes públicos que no están orgánicamente adscritos a alguno de los tres poderes del Estado tradicionales, pero que están regulados directamente por la Constitución y por su respectiva ley secundaria, a saber: poder legislativo, poder ejecutivo y poder judicial. Estas instituciones han sido consideradas con una relevancia tal para la democracia y el modelo de Estado en México, que están incluidas directamente en el texto en la Carta Magna.

Bajo la justificación de emprender una política de austeridad en el uso de los recursos públicos, el Ejecutivo Federal ha impuesto en la agenda pública el funcionamiento de los Organismos Constitucionales Autónomos, lo cual ocasionó que éstos sean fuertemente cuestionados en varias arenas. Su utilidad ha sido puesta en entredicho; el alto costo que representan, tanto para el pago de salarios de los servidores públicos que las conforman como la presión presupuestaria para cumplir sus tareas; su escasa rendición de cuentas y su autorregulación también significan una constante crítica; mientras que la necesidad de contar con contrapesos políticos que otorguen certeza en determinados temas, y su contribución al fortalecimiento democrático están colocados en el otro lado de la balanza para intentar mantenerlos en el diseño del Estado Mexicano.

Actualmente, la Constitución Política contempla diez organismos autónomos, siendo el más antiguo el Banco de México, que data del año 1993, y los más recientes del año 2014 derivados de las reformas estructurales impulsadas por el Pacto por México, principal eje del programa de gobierno de la administración del presidente Enrique Peña Nieto. Los diez entes constitucionales autónomos son el Banco de México; el Instituto Nacional de Estadística y Geografía; la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el Instituto Nacional Electoral; el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación; el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información, y Protección de Datos Personales; la Comisión Reguladora de Energía; la Comisión Nacional de Hidrocarburos; la Comisión Federal de Competencia Económica; el Instituto Federal de Telecomunicaciones, y el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social. Esta reciente configuración del Estado ha significado, en los hechos, el surgimiento de una especie de cuarto poder fragmentado en varias organizaciones, y naturalmente incómodo para el Poder Ejecutivo por el desplazamiento en funciones que implica su irrupción en el panorama político nacional. Por ello, no extraña que reciban permanentes cuestionamientos y que el tema origine una nueva reflexión acerca de su justificación en el diseño de Estado.

La División de Poderes

La referencia obligada cuando de división de poderes se trata, se remonta al siglo IV antes de nuestra era. Hace dos mil cuatrocientos años, aproximadamente, Aristóteles advirtió que “en todas las constituciones existen tres elementos que deben estar bien armonizados para el buen funcionamiento del gobierno”.[1] Aristóteles se refería a la asamblea deliberante, la cual resuelve sobre los asuntos comunes; a un  grupo de magistrados que tenían la encomienda de resolver sobre ciertos asuntos, y al mando que es por excelencia la característica principal del poder. Esta misma línea de pensamiento fue retomada y desarrollada en el siglo XVIII después de nuestra era, por el británico John Locke, y terminada por el francés Montesquieu a finales de ese siglo. Ambos políticos sentaron las bases de la democracia liberal mediante la división de poderes, la cual consistió en limitar el ejercicio del poder a través de su separación en poder legislativo, ejecutivo y judicial.

En un primer momento, Locke expuso en su Ensayo sobre el gobierno civil que cuando la sociedad civil se organiza políticamente, deposita en el poder legislativo y en el poder ejecutivo una porción de su libertad, así como el uso de la fuerza como medio de autodefensa[2]. Además, refiere la existencia de un tercer poder, al cual denomina federativo que se encarga de las relaciones exteriores como la celebración de tratados, acuerdos de paz, entre otros. Montesquieu expuso de manera más acabada esta teoría, la cual tuvo gran influencia en occidente, a través de su obra El espíritu de las leyes. En ella desarrolló la división de poderes en legislativo, ejecutivo y judicial, hasta la irrupción del cuarto poder en el siglo XX. El poder legislativo se caracteriza por sus facultades para expedir normas generales dirigidas a determinados grupos de personas, y se ha conformado históricamente en asamblea o en dos cuerpos colegiados denominados cámaras; mientras que el poder ejecutivo se confiere a una sola persona, la cual dispone de todo un aparato estatal que le está subordinado para la administración de los asuntos públicos. Finalmente, el poder judicial es el que ejercen los jueces para resolver conflictos entre particulares, entre particulares y Estado, y entre entes del Estado. Este poder también tiene la función de interpretar el sistema jurídico.

Esta corriente de pensamiento tuvo gran influencia en la configuración del Estado contemporáneo y México no fue la excepción. La Constitución Política de 1917, emanada de un conflicto armado interno, contempló la división de poderes en los términos expuestos por Montesquieu, ya que en su artículo 49 se incluyó como norma constitucional que el poder supremo se divide para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Además, se recogieron para su configuración las reglas relativas a que no podrían reunirse dos o más de estos poderes en una sola persona o corporación, ni depositarse el poder legislativo salvo en casos excepcionales, conforme a las previsiones establecidas en el artículo 29 de la propia carta magna. Cada uno de los poderes tiene regulaciones expresas en el texto constitucional tanto en su conformación como en sus atribuciones y relaciones.

Destaca en lo que aquí importa, la conformación del aparato gubernamental a cargo del Poder Ejecutivo. En el texto original del artículo 90 constitucional se estableció que, para el despacho de los asuntos de orden administrativo de la Federación, habría el número de Secretarías que estableciera la ley, ésta distribuye los negocios a cargo de cada Secretaría. Este precepto ha sufrido varias reformas que fueron delineando, al calor de los tiempos políticos, la conformación de la Administración Pública Federal. Un cambio relevante que perdura en la actualidad, es la división de la administración pública en centralizada y paraestatal. Las diecinueve Secretarías de Estado conforman la administración centralizada,  mientras que los organismos descentralizados, empresas estatales, fideicomisos y entidades públicas con personalidad jurídica y patrimonio propios, conforman la administración paraestatal.

Las Secretarias que auxilian a la administración del Presidente López Obrador son la Secretaría de Gobernación; Secretaría de Relaciones Exteriores; Secretaría de la Defensa Nacional; Secretaría de Marina; Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana; Secretaría de Hacienda y Crédito Público; Secretaría de Bienestar; Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales; Secretaría de Energía; Secretaría de Economía; Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural; Secretaría de Comunicaciones y Transportes; Secretaría de la Función Pública; Secretaría de Educación Pública; Secretaría de Salud; Secretaría del Trabajo y Previsión Social; Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano; Secretaría de Cultura; Secretaría de Turismo, y una Consejería Jurídica[3]. Mientras que la administración paraestatal se conforma por 200 organismos públicos descentralizados[4], entre los que se encuentran 13 Institutos Nacionales de Salud; 13 Centros Públicos de Investigación; 37 Empresas de Participación Estatal Mayoritaria; 6 Instituciones de Banca de Desarrollo; 2 Instituciones Nacionales de Seguros, y 18 Empresas consideradas Centros Públicos de Investigación.

Surgimiento de los Organismos Constitucionales Autónomos en México

El primer Organismo Constitucional Autónomo en México fue creado en 1993, siendo el Banco de México el primer caso en el cual una serie de actividades que hasta ese momento estaban al mando jerárquico del presidente de la república, fueron extraídas de la competencia del Poder Ejecutivo y reguladas directamente en el texto constitucional para operar de manera autónoma[5].

El Banco de México desarrolla igualmente una alta labor técnica en materia monetaria y también funge como asesor económico del Gobierno Federal. Ese mismo año se expidió ley que establece su naturaleza jurídica, sus funciones y finalidades. En 1999 se otorgó autonomía constitucional a la Comisión Nacional de Derechos Humanos, como órgano garante de los derechos humanos y claro contrapeso del Gobierno Federal respecto a casos donde se acusa violencia institucional para ser investigados de manera imparcial por un grupo de expertos ajenos a la administración pública y al poder judicial, emitir recomendaciones resarcitorias y en su caso, establecer medidas de reparación en favor de las víctimas.

En el año 2006 se otorgó autonomía constitucional al INEGI para la generación de información estadística para la toma de decisiones del gobierno en materia económica, social, seguridad entre otros. Al igual que en los casos antes referidos, el INEGI también cuenta con una ley que regula su integración, funcionamiento y atribuciones. Pero el auge de los organismos constitucionales autónomos ocurrió durante la administración de Enrique Peña Nieto la cual encontró un apoyo político de los opositores para consolidar la extracción de tareas que tradicionalmente estaban encomendadas a al Ejecutivo Federal.

Durante la primera parte de su administración, se elaboró un paquete de reformas que fueron conocidas como Reformas Estructurales en distintas áreas de la Administración Pública Federal. Así, tenemos que en lo concerniente a la reforma energética tuvo lugar la creación de la Comisión Reguladora de Energía; en la reforma económica se incluyó a la Comisión Federal de Competencia Económica; la reforma educativa trajo consigo al Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación; la denominada reforma política-electoral incluyó la creación de tres organismos constitucionales autónomos, a saber, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social quien se encarga de evaluar la política y el gasto mediante políticas sociales, así como de medir la pobreza utilizando como insumos la información generada por el INEGI; la Fiscalía General de la República que sustituye a la Procuraduría General de la República como ente de investigación de delitos y procuración de justicia, y el Instituto Nacional Electoral, cuya atribución principal es organizar las elecciones a nivel federal y estatal con ayuda de los organismos públicos locales como se establece en la Ley General de Instituciones y procedimientos electorales, como ha ocurrido en el caso del Estado de Puebla recientemente; la reforma en materia de transparencia dotó de autonomía constitucional al Instituto Federal de  Acceso a la Información Pública y lo convirtió en el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, siento sus tareas principales promover la rendición de cuentas, la transparencia en el uso de recursos públicos a cargo de los entes del Estado, contribuir al ejercicio del derecho a saber, entre otros. En todos los casos se expidió la ley que regularía su integración, funcionamiento y atribuciones, excepto en el caso del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, el cual, según las disposiciones transitorias de la reforma política-electoral, continuaría operando conforme a su decreto de creación, esto es, como organismo público descentralizado sectorizado a la Secretaría de Desarrollo Social del Gobierno Federal, situación que impera hasta el momento en que se escriben estas líneas.

Poder Incómodo

La inclusión de los Organismos Constitucionales Autónomos en el texto de la ley fundamental implica un desplazamiento en las atribuciones del Poder Ejecutivo y una reconfiguración orgánica del Estado mexicano. Al incorporarse estos entes en el marco constitucional, con el mandato de que no están adscritos a ninguno de los poderes tradicionales, modifica formal y materialmente la idea clásica de división de poderes y la idea de cómo debe funcionar el Estado. La implicación directa de este nuevo diseño constitucional del Estado mexicano consiste en que las tareas encomendadas a estos entes, que por su nivel técnico y especialización, no están sujetos a debate político sino que sujetan y contienen la discusión política y en gran medida el quehacer del Ejecutivo Federal. Han significado también, como lo es el coto vedado de los derechos humanos, que no está a discusión política siguiendo el pensamiento de Garzón Valdés; un campo técnico en materia monetaria, en el diseño y evaluación de los programas sociales, en la competencia económica, la transparencia y acceso a la información pública, en la generación de información y estadísticas nacionales, etcetera.

De modo que esta reconfiguración constituye la incorporación de un cuarto poder, el cual está fragmentado en los diez entes que se encuentran previstos actualmente en el pacto federal conforme a su ámbito de competencia y atribuciones establecidas en sus leyes específicas. Según Ugalde, estos organismos encuentran su justificación en la necesidad de despolitizar el funcionamiento de ciertas instituciones que realizan tareas que requieren imparcialidad e independencia para alcanzar mejor sus fines”.[6]

Estos organismos se caracterizan por estar regulados directamente en el texto constitucional al igual que los demás poderes, es decir, con reglas para su conformación y atribuciones específicas, pero con la diferencia de que se trata no de un poder que descansa en una persona como ocurre con el Ejecutivo, o en dos cuerpos Colegiados llamados cámaras o en una asamblea como sucede con el poder legislativo. El cuarto poder tampoco está estructurado jerárquicamente como ocurre con el poder judicial, donde la Suprema Corte de Justicia de la Nación desarrolla criterios jurisprudenciales que son obligatorios para resto de tribunales y jueces del poder judicial.  Se trata de estructuras orgánicas con diseños institucionales cuyos puestos principales son designados ya no por el titular del Ejecutivo Federal, sino por la Cámara de Senadores o Diputados, mediante lista de candidatos remitida por éstos.

Las actividades y tareas encomendadas a los organismos constitucionales autónomos en un primer momento formaron parte del quehacer gubernamental, como lo es la política monetaria que inicialmente era una tarea encomendada a una sociedad anónima operada por el Gobierno Federal; el INEGI surgió como la Secretaría de Fomento, Colonización, Industria y Comercio a finales del siglo XIX; el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social emanó de una Dirección General de Evaluación de la Secretaría de Desarrollo Social; los orígenes del Instituto Nacional Electoral se remontan al diseño estatal previsto en la constitución de 1917, donde se estableció una estructura institucional encargada de organizar y calificar los comicios y que posteriormente estuvo a cargo de la Secretaría de Gobernación a partir del 1946 durante el gobierno de Manuel Ávila Camacho y así cada uno de los demás organismos autónomos. No extraña entonces que a partir del primero de diciembre de 2018 exista un permanente cuestionamiento a este modelo de Estado que en muchos casos regula y limita el ejercicio del poder mediante la generación de información y modelos técnicos para la elaboración de políticas públicas para el desarrollo social, la educación, la transparencia y rendición de cuentas, la investigación y sanción de la violencia institucional y vigilancia de los derechos humanos, etcétera.

Por otra parte, existen críticas a este modelo de división de poderes y diseño de Estado, de las cuales destacan la ausencia de medios de control; escasa regulación de las relaciones de coordinación entre estos entes y los demás poderes; ausencia de rendición de cuentas y predominio de la autorregulación[7]; carencia de legitimidad democrática al no ser producto de la voluntad de los ciudadanos mediante las urnas; y el crecimiento del aparato gubernamental. Por ejemplo, en materia de desarrollo social, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social regula la manera en la cual deben realizarse las evaluaciones a los programas sociales mediante modelos de términos de referencia y ciertas pautas metodológicas; y además, las distintas dependencias del gobierno federal que cuentan con programas de desarrollo social mantienen unidades de evaluación en su estructura orgánica; algo similar pasa con todo el aparato burocrático existente en materia de derechos humanos y en lo referente al acceso a la información, especialmente en las instituciones de seguridad y en cada dependencia federal respectivamente.

Reflexiones finales

La actual configuración constitucional del Estado mexicano descansa sobre la idea de que, ciertas tareas deben ser extraídas del ámbito de competencia del Poder Ejecutivo Federal y trasladadas a instituciones que otorguen certeza técnica e imparcialidad. La respuesta a estas necesidades ha sido construida, desde 1993, a través de los Organismos Constitucionales Autónomos y la sujeción de la actividad gubernamental ya no solo a los principios constitucionales, sino también a las opiniones, actividades y resultados de las instituciones que hoy configuran un cada vez más robusto cuarto poder.

Es necesario analizar si la certeza e imparcialidad buscadas se pueden obtener únicamente mediante este diseño de Estado, es decir, a través de los Organismos Constitucionales Autónomos que componen el cuarto poder; o si se requiere rediseñar la estructura del poder Ejecutivo Federal para que sea capaz de otorgar certeza técnica e imparcialidad e inclusive si algunas de las actividades que hoy realizan estos entes pueden ser encomendadas al Poder Legislativo.

Finalmente, el cuarto poder resulta incómodo para el ejercicio y desarrollo del programa político del Ejecutivo Federal debido al desplazamiento en sus atribuciones en algunos casos, y al sometimiento del quehacer gubernamental en otros, como ocurre en tratándose de rendición de cuentas y transparencia, gasto público eficiente, vigilancia acerca del respeto a los derechos humanos, etc. a cargo de los Organismos Constitucionales Autónomos.


[1] Aristóteles, La política, Editorial Época. México, 2000, libro IV.

[2] Cfr. Locke, John. Ensayo sobre el gobierno civil. Porrúa, México, 1990.

[3] Relación de dependencias establecida en el artículo 26 de la Ley Orgánica de la Administración Pública reformada el 30 de noviembre de 2018.

[4] Relación de Entidades Paraestatales de la Administración Pública Federal publicada en el Diario Oficial de la Federación el 15 de agosto de 2018.

[5] En el panorama internacional destaca el caso de las Agencias Administrativas Independientes de los Estados Unidos de Norteamérica surgidas en 1887 principalmente como entes reguladores en temas comerciales y económicos, los cuales aunque están adscritos al Poder Ejecutivo cuentan con autonomía jurídica y deben su legitimidad precisamente a su labor técnica. Véase Pomed Sánchez, Luis Alberto. Fundamento y naturaleza de las Agencias Administrativas Independientes. Zaragoza, España. 1993. Revista de Administración Pública 1993. p. 123.  Mientras que en 1994, Argentina incluyó en su Constitución a los Organismos Constitucionales Independientes como “instrumentos de control constitucional sobre el Gobierno Federal” los cuales al igual que en México no están adscritos a ninguno de los poderes tradicionales. Véase Pérez Hualde, Alejandro. Nuevas Formas de Administración y los “Organismos” Constitucionales Independientes. Buenos Aires, UBA, 2013. p. 209.

[6] Ugalde, Luis Carlos. En la marea de la baja calidad del Estado. México, Nexos, mayo de 2014.

[7] Este nuevo modelo político se aparta de los principios que han regido teóricamente el actuar de la administración pública: seguridad jurídica. Véase Zeind, Marco Antonio. Organismos Constitucionales Autónomos. Tirant Lo Blanch, México, 2017. P. 426.

Referencias

ARISTÓTELES, La política, Editorial Época. México, 2000,

LOCKE, John. Ensayo sobre el gobierno civil. Porrúa, México, 1990.

PÉREZ Hualde, Alejandro. Nuevas Formas de Administración y los “Organismos” Constitucionales Independientes. Buenos Aires, UBA, 2013.

POMED Sánchez, Luis Alberto. Fundamento y naturaleza de las Agencias Administrativas Independientes. Zaragoza, España. 1993. Revista de Administración Pública 1993.

UGALDE, Luis Carlos. En la marea de la baja calidad del Estado. México, Nexos, mayo de 2014.

ZEIND, Marco Antonio. Organismos Constitucionales Autónomos. Tirant Lo Blanch, México, 2017.